como magnolias o como pasas de higo; un cutis de durazno o de
papel de lija. Le doy importancia igual a cero, al hecho de
que amanezcan con un aliento afrodisíaco o con un aliento
insecticida. Soy perfectamente capaz de soportarles una nariz
que sacaría el primer premio en una exposición de zanahorias;
¡pero eso sí! -y en esto soy irreductible- no les perdono,
bajo ningún pretexto, que no sepan volar. Si no saben volar
¡pierden el tiempo las que pretendan seducirme!

¿Qué me importaban sus labios por entregas y sus encelos
sulfurosos? ¿Qué me importaban sus extremidades de palmípedo y
sus miradas de pronóstico reservado?
Durante kilómetros de silencio planeábamos una caricia
que nos aproximaba al paraíso; durante horas enteras nos
anidábamos en una nube, como dos ángeles, y de repente, en
tirabuzón, en hoja muerta, el aterrizaje forzoso de un
espasmo.
¡Que delicia la de tener una mujer tan ligera..., aunque
nos haga ver, de vez en cuando, las estrellas! ¡Que
voluptuosidad la de pasarse los días entre las nubes... la de
pasarse las noches de un solo vuelo!
Después de conocer una mujer etérea, ¿puede brindarnos
alguna clase de atractivos una mujer terrestre? ¿Verdad que no
hay diferencia sustancial entre vivir con una vaca que con una
mujer que tenga las nalgas a setenta y ocho centímetros del
suelo?
Yo, por lo menos, soy incapaz de comprender la seducción
de una mujer pedreste, y por más empeño que ponga en
concebirlo, no me es posible ni tan siquiera imaginar que
pueda hacerse el amor más que volando.
Olivero Giorondo.
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